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365 formas de romantizar el abuso

Por Bea Tovar y Maka Villaseñor

La película 365 días que actualmente se programa en Netflix, se basa en una trilogía escrita por una mujer (Blanka Lipinska) y está dirigida por otra mujer (Barbara Bialowas). La cinta sigue una receta muy popular y efectiva: un tipo millonario, muy bien parecido, abusa de su poder para “conquistar” a una mujer, aunque su “cortejo” es ejercido desde una serie de diversas violencias. Ella, después de unas semanas de estar hipervigilada y cautiva, parece que no tiene otra salida más que desarrollar síndrome de Estocolmo (en poquísimas palabras, cuando una persona secuestrada se muestra comprensiva con su secuestrador.

¿Por qué estamos escribiendo sobre una película palomera? Porque nos indigna que distorsiona muchísimos conceptos sobre sexualidad. Resulta muy incómodo mirar al machismo y a la misoginia directo a los ojos, ver (sin dejar de cuestionar) cómo nos han vendido, tanto a hombres como a mujeres, las relaciones de pareja, el romance y las expectativas por género.

Vivimos en una cultura en donde la violencia está incrustada en cada área de nuestra existencia: desde las noticias hasta el entretenimiento. A veces es difícil cuestionar algo que vemos todos los días, a todas horas, en todo lugar; asumimos que es lo normal, que es el patrón a seguir. Esto no significa que, según el discurso de la película en cuestión, pensemos que en la vida real un mafioso italiano nos secuestrará y hará todo porque nos “enamoremos” de él, pero sí que nos acostumbremos a vivir violencia en el amor o a probar qué tanto se es hombre a través de someter a otros y otras.

365 días refleja todos los componentes que edifican la cultura de la violación: al hombre como un ser incapaz de controlar sus impulsos sexuales y mujeres que disfrutan del abuso e, incluso, lo desean. Así, el hombre es el macho alfa, donde sólo tiene dos opciones: ser violento, aniquilando a otros que quieran arrebatarle su poder, y someter a aquella que sea el objeto de su deseo; y las mujeres igualmente sólo cuentan con dos opciones: ser objetos de uso y desechables o trofeos que se presumen ante la sociedad (en el caso de la película, la mayoría de las mujeres cumplen con el estereotipo de belleza occidental. Otro componente de esta cultura es que la responsabilidad del abuso recae en la víctima, manipulándola con la frase: “yo no haré nada que tú no quieras; no te tocaré hasta que tú me lo pidas”; palabras que en los hechos son todo lo contrario, pues ella no da su consentimiento, sino que va siendo forzada a través del soborno, chantajes y amenazas para tener relaciones sexuales. Esta dinámica otorga poder a la creencia de que las mujeres quieren ser compradas y sometidas bajo la fuerza del macho dominante.

La relación de la pareja protagonista no sería posible si ayuda de los mitos del amor romántico, como que las almas gemelas están destinadas a unirse por sobre todas las cosas, y aunque sea por la fuerza, inevitablemente se terminarán amando. Este discurso perpetúa la creencia de que como mujeres estamos incompletas y necesitamos el poder, la protección y la provisión de un hombre. Aquí los hombres están condenados al rigor de sus bajos instintos, que sólo pueden ser controlados por esta mujer que tiene la esperanza de que él cambiará y ella será quien le enseñe sobre el amor y el cariño. En otras palabras: personas que se vinculan desde sus carencias y no desde el autoconocimiento, el respeto y el amor propio.

Otro hecho que indigna es que el personaje principal femenino distorsiona lo que puede entenderse por una mujer “empoderada”, que está bien posicionada en un mundo de hombres, pero que cuando aparece frente a ella uno más fuerte y poderoso, su comportamiento flaquea, colocándose como una niña indefensa. Ella pierde su autonomía y el poder decidir sobre su vida, aunque hagan creer a los espectadores que ella acepta convencida casarse y tener un hijo con este hombre, cuando en realidad, todo es producto de la coerción. No existe realmente un consentimiento.

Otras mujeres también están pésimamente caracterizadas. La amiga de ella que, aunque está convencida de que la otra está en peligro, la mejor decisión que toma es salir a emborracharse. Y por supuesto, no podía faltar la némesis (castigo o venganza) para la protagonista: la ex novia del secuestrador que, al sentirse derrotada, es capaz de eliminar a “la otra” para erradicar la competencia, en lugar de dirigir su enojo a él, quien es el artífice de todo. Por lo tanto, nos mienten respecto a que la sororidad (solidaridad entre mujeres) es inalcanzable.

Los hombres también terminan muy mal representados, pues sobre el protagonista recae el yugo del estereotipo de macho. Él vale mientras sea guapo, según los cánones en Occidente, y se muestre fuerte, poderoso, valiente, nunca vulnerable y con suficientes bienes materiales obtenidos a toda costa. El enojo y la pasión sexual son las únicas emociones que le son permitidas. Por cierto, aparece otro hombre sometido al poder del macho alfa que nos hace caer en la fantasía de que es agradable, compasivo, buena onda por no ejercer la misma violencia que el personaje principal; ahí casi perdemos de vista que es cómplice del abuso perpetuado; este personaje es como los hombres que en la vida real no ejercen violencia y creen que sólo por eso merecen aplausos, cuando no ser violento es lo correcto y la sociedad necesita que rompan el pacto patriarcal que les hace quedarse callados.

Creeríamos que en pleno 2020 no seguiríamos reproduciendo roles asignados de siglos pasados, pero no es así. Nuestra primera sugerencia para hombres y mujeres adultos sería no regalarle más vistas a este contenido, y si la ven, comprometerse a hacer el ejercicio de cuestionar cómo nos estamos relacionando. No es una película para adolescentes, es un ejercicio de análisis para los adultos que estén hartos de los roles de género tan rígidos y que gusten romperlos, trastocarlos hasta lograr edificar relaciones amorosas, de buen trato.

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