
La felicidad es un concepto de moda, un ideal a perseguir; cuando preguntamos a las familias “¿qué quisieran para su hijo o hija?”, muchas veces la respuesta es: “¡que sea feliz!”. Tal vez mi abuelo hubiera dado otra respuesta, lo imagino diciendo: “que sea una persona de bien”. Este concepto de la felicidad ha modificado en mucho lo que esperamos de la impartición de la disciplina, la educación en el aula, la propia visión de las metas que quisiéramos que las infancias a nuestro cargo alcancen. Se antepone el bienestar emocional, la integridad y las necesidades personales, antes que las expectativas y mandatos sociales.
El problema es que confundimos la importancia de la felicidad con el miedo a que sufran, por ello evitamos poner límites, tratamos de evitar que sientan frustración y de cubrir sus periodos de aburrimiento. A veces, es tanto nuestro afán de erradicar el dolor de sus vidas que vamos esterilizando los ambientes en los que se desenvuelve: “que nadie le hable feo, que no le exijan demasiado, “que el profesor lo trate con mucho cuidado”, “que no tenga que hacer tanto esfuerzo con una tarea que le frustra”, “que la maestra esté pendiente de que no le metan el pie en el recreo”; esterilizamos ambientes para que nadie le lastime, tratando de evitarle todo conflicto posible.
Por otro lado, queremos que nada les falte, queremos darle todo aquello que a veces no tuvimos, incluso antes de que lo pidan. Pareciera que se ha puesto de moda, como objetivo en la crianza, lograr que sean felices, que estén siempre alegres, pero últimamente me cuestiono si evitar el dolor, el sufrimiento y la frustración les hace en realidad alcanzar la felicidad o si, más bien, les estorba para disfrutarla cuando esta se hace presente en sus vidas.
“Alcanzar la felicidad” es un concepto profundamente abstracto. Tal vez podemos aterrizarlo en la posibilidad de sentir la plenitud que se siente como resultado de amarse y aceptarse, de ser autosuficiente, de tener habilidades para defender aquello que se quiere, de establecer límites para autocuidarse y de construir relaciones significativas y equitativas con otras personas. Para lograr lo anterior, se requiere tolerancia a la frustración, esfuerzo, caerse y aprender a levantarse, que nos lastimen y lastimar, reparar… un sinfín de experiencias que, de evitarlas —para tener una felicidad inmediata— les impedirá alcanzar una vida significativa.
Cuando les damos todo, les quitamos la posibilidad de desear e incluso luchar por alcanzar lo que quieren. Deberíamos invitarles a esforzarse por obtenerlo, para que cuando trabajen por ello y lo consigan, sientan orgullo por el logro adquirido. Además, si tienen sueños para el futuro y metas que alcanzar, evitará situaciones de riesgo —aunque le dé placer o felicidad inmediata— pues tendrá un por qué para vivir.
De esta forma, tendremos infancias y adolescencias que aprenderán a postergar el placer inmediato para buscar un bienestar y felicidad a futuro. Sabrán sortear la frustración y fortalecerán la capacidad para enfrentar las adversidades desarrollando su capacidad de resiliencia.
Finalmente, tener esta visión de la vida, les permite tener la confianza de que una situación adversa puede superarse, puede cambiar y que son protagonistas de poder llevarlo a cabo, incluso si se trata de una situación de abuso.
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